El día en que Bob Marley fue enterrado, su ataúd fue una muestra evidente de sincretismo: su esposa Rita cuenta que la mano izquierda de Nesta portaba una guitarra Les Paul dorada; que la derecha posaba sobre una Biblia abierta en el salmo 23 (“El señor es mi pastor, nada me falta”), que echaron algunos brotes de marihuana alrededor y que brillaba un anillo que le regaló el hijo de Haile Selassie, el último emperador de Etopía. Ahí, al lado de su pie derecho, había un balón.
La leyenda sobre la muerte de Bob Marley dice que un día, jugando fútbol, descalzo, como lo hacía en las calles de Trenchtown, un barrio bajo de Kingston donde falta higiene y abundan las muertes, empezó un camino de varios años que lo condujo de vuelta a Jah.
Norval Sinclair Marley, el padre de Bob, era un marino inglés. Solo con una sangre así se explica que le gustara tanto el fútbol y que haya seguido jugando pese a que sufrió una herida terrible en el pie derecho durante una gira por Europa en 1978. Pero la herida se convirtió en un melanoma y contaminó su organismo. El parte médico dice que murió en 1981 a causa de una complicación derivada de un cáncer con metástasis al cerebro. Ese órgano que no se había cansado de crear.
En su funeral se descubrió que Bob Marley no tenía one love. A su muerte, su herencia se repartió entre 14 hijos, la mayoría de Rita. Robert Nesta Marley sí era, en cambio, el rey del reggae. ‘O Rei’, como Pelé, el del Santos, el jugador al que más admiraba del equipo que más le gustaba. Larga vida a Bob.
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